Durante diez años, la primavera y el verano han convertido en un festín para los sentidos un rincón de Navatejera: un amplio jardín en una casa de campo del área metropolitana de León. Allí, he podido seguir en directo la cría de una pareja de cigüeñas, unos herrerillos instalados en el hueco de un tronco seco, dos parejas de torcaces, mirlos, urracas, pájaros carpinteros, un petirrojo al que le gusta la comida de gato, una lechuza y un mochuelo, pero el rincón al que me refería es un espacio de unos cien metros cuadrados, protegido de la calle por un alto y grueso seto y rodeado por un cedro, un laurel y un viejo sauce llorón que le proporcionan, a distintas horas del día, sol y sombra a capricho. Originalmente, estaba cubierto de césped, pero, año a año, se fue convirtiendo en lo que llamamos "el campo de fresas salvajes".
Quiero contaros la historia. Mi marido es hijo de guarda forestal y tiene un hermano que también es técnico forestal y se dedica a la jardinería. Hace unos diez años, ambos hicieron una excursión a la Cascada de Sotillo, un lugar increíble situado en los Montes de León, en la comarca de Sanabria, y regresaron con un par de plantas de fresas silvestres que trasplantaron a su huerto de Santibáñez de Tera, en Zamora, donde, durante tres años, rebuscábamos entre las matas unas diminutas fresas cuyo olor y sabor, una vez probados, nunca se olvidan, trasladándonos a una infancia bucólica.
Unas obras en el jardín de los abuelos acabaron con esta maravilla, pero antes, el abuelo, no queriendo privarnos de ese placer, transplantó tres pequeñas matas a una maceta. Estas tres plantitas iniciaron la conquista, metro a metro, año a año, del campo de fresas salvajes de Navatejera, hasta formar parte de un laberinto de pasillos rodeando bancales de un metro cuadrado cada uno, formados por miles de plantas de fresas que han convertido el jardín, cada primavera y verano, en un festín de los sentidos para mi familia y un puñado de amigos.
El campo creció cada año con nuevos bancales que, antes, alojaron guisantes, que comíamos en fresco en la misma mata (otra de mis pasiones) y que han aportado nitrógeno al suelo lo que, al parecer, favorece la plantación de fresas al año siguiente.
El miedo a que pudieran perder su sabor, olor y enormes cualidades nutritivas, nos hicieron mantener una constante batalla por proteger la plantación de cualquier agente contaminante, de modo que no utilizamos ni siquiera abono, excepto algo de compost vegetal de las propias bayas y hierbas del jardín y, en el último año, una pequeña cantidad de estiércol de caballo; esto, junto con el humus vegetal, algo de arena de río y la propia tierra del jardín que antes sostenía el césped, han sido sus únicos alimentos, intentando reproducir al máximo las condiciones de su lugar de origen, en Sanabria.
Las imposiciones del clima propio de esta tierra a 800 metros de altitud -dos o tres nevadas cada invierno y hasta 35 o 37 grados en verano- terminaron de convertir estas plantas en especiales, junto con otros facotres como la penumbra y el agua, procedente de un pozo a 35 metros de profundidad que se alimenta del cercano río Torío.
Todo eso se acabó este mes de agosto. El paro nos ha arrojado de ese pequeño paraíso, pero en la pesadilla de la mudanza no hemos olvidado nuestras fresas salvajes y puedo decir que les hemos encontrado el lugar idóneo. Esta vez han cambiado nuevamente de río, pasando del Tera al Torío y, ahora, al Porma, el río que nació de la sangre de la bella joven montañesa Polma, traspasado su corazón enamorado por su amante, el bravo guerrero Curienno, cuya sangre dio lugar al Curieño, su afluente; nuestros Romeo y Julieta particulares dieron así lugar al "río del olvido" de Julio Llamazares; el río que nace, entre hayas, abedules y avellanos, en un lugar sagrado de lagos y fuentes donde viven las xanas; río truchero cuyo topónimo podría derivar de la raíz hebrea "para", que significa ser fecundo, fértil, prolífico, propagarse, multiplicarse, hacerse fuerte, brotar de la raíz... En fín, el sitio ideal para "crecer y multiplicarse".
Nuestras fresas salvajes, en una finca de Castrillo del Porma a la misma vera del río, están, así, completando su extraordinaria capacidad de adaptación (como mi propia familia), cualidad que será de gran importancia a la hora de ser trasplantadas a macetas o a cualquier otro lugar; pues ésa es su vocación: extenderse, como toda especie, vegetal o animal, amenazada. Nada nos gustaría más que compartir sus frutos, bien directamente en Castrillo, bien facilitando esquejes, con quienes sepan apreciarlo. Por eso, esta web es, entre otras cosas, una invitación a los lectores para la próxima primavera.